(Transcripción del texto)
En sus
tiempos de estudiante de Arquitectura, Soledad Santisteban tenía un ritual muy
particular: «Siempre me gustaron las manualidades textiles. Cada vez que
suspendía algo, me compraba lana, me hacía un jersey y así se me pasaba el
disgusto». No confiesa cuántas prendas acabó acumulando gracias a aquella
curiosa costumbre, pero el caso es que, al final, la confección le ganó la
partida a la construcción: Soledad abandonó aquella primera vocación suya y se
marchó a Granada, para aprender a tejer. «Allí todavía quedaban telares y gente
dispuesta a enseñar. Aquí, en cambio, se había muerto la tradición: tras la
Guerra Civil volvieron a ponerse en marcha algunos telares, como modo de
subsistencia, pero aquello se acabó en los 50».
En Granada se compró un telar,
el mismo que sigue conservando hoy en su taller de Bilbao, y pasó seis meses de
aprendizaje intensivo, hasta dominar aquel artilugio con el que pretendía
tejerse un porvenir. A la vuelta, en 1983, se instaló en un caserío de Maruri
–todavía guarda algunas mantas con las marcas de las inundaciones– y dos años
después se trasladó a la capital vizcaína, a un semisótano de Ibáñez de Bilbao.
«Un día, se presentó allí un hombre cargado con una alfombra. Venía de Zarautz
y trabajaba en una empresa que las importaba. Me dijo: ‘Tú haces alfombras,
sabrás arreglarlas’ », recuerda. Aquel encargo imprevisto marcó su punto de
partida hacia la restauración: «En las alfombras de uso se hace un arreglo, una
reparación para seguir utilizándolas. En los objetos antiguos, hacemos una
restauración. En lo primero se recurre a zurcidos; en lo segundo, se hacen
consolidaciones, prensando con otras telas», puntualiza.
La restauración de textiles se convirtió en su
principal tarea. Nada más entrar a su actual taller, en un viejo edificio
industrial de la calle Costa, el visitante empieza a toparse con objetos
llamativos, como un estandarte de la Santa Vera Cruz. Sobre una mesa, se
extiende una descomunal bandera española: la ganaron las traineras de Ondárroa
en las Regatas Reales celebradas en 1902 en Bilbao. A unos pasos, también
enorme, se ve un manto de la Virgen de Begoña, con una constelación de
estrellas doradas y una triste nebulosa de moho negro: «Debió de sufrir humedades
importantes», explica Soledad. Por sus manos han pasado piezas históricas como los
trajes de los Ballets Olaeta, la bandera de Iurreta –«estaba recosida, con muchos
zurcidos hechos por cuatro personas distintas, y lo más difícil fue descoser»–,
las marionetas de Joan Miró o algún uniforme ilustre: «Tuvimos las casacas de
Zumalacárregui y Velarde. ¡Qué estrechísimos de espaldas eran aquellos hombres!».
No todo son encargos de
instituciones: «Los particulares vienen sobre todo a reparar alfombras, pero a
veces también nos traen bordados antiguos, mantillas, mantones, pañuelos...
Objetos de la tradición familiar, como el abecedario que hizo la abuela para
aprender a bordar. A una señora que cumplía años, le enmarcaron el bordado en
el que estaba trabajando su madre cuando murió por la gripe de 1918». Esos
objetos, preciadas joyas de familia, también acaban deteriorándose. «La vida
está ahí: las cosas se rajan, se arrugan... Además, hay que saber guardarlas
bien: estamos acostumbrados a tenerlo todo muy planchadito y dobladito, y eso
es una fuente de rayas».
Soledad Santisteban siempre
recalca que la restauración de textiles no es igual que la de otros materiales:
«Cuando limpian los cuadros, quedan unos colores espléndidos. En el textil, si
al terciopelo se le fue el pelo, seguirá sin tenerlo. No es ese resultado perfecto
de otras restauraciones. A veces la gente me pregunta si va a quedar como
nuevo: no, como nuevo no se puede dejar. Quedará como viejo, pero arreglado, y se
podrá extender, ver, manipular y leer históricamente».
Ganchillo con los dedos
La experta bilbaína, de 58 años, sigue aprendiendo
nuevas técnicas textiles: el mes pasado estuvo haciendo ganchillo con los dedos
en el Guggenheim, en el curso impartido por Ernesto Neto, y también acaba de
asistir a unas clases sobre «estructuras elásticas de fieltro», un material que
le entusiasma. «El fieltro es como un hobby. Frente a lo puntilloso de la
restauración, el fieltro se trabaja a base de golpes. ¡Aquí chillamos y todo!».
En su estudio se pueden contemplar unas cuantos ‘cextiles’, sugerentes cestas
de fieltro que le valieron hace cuatro años el premio Artesanía de Bizkaia en
el apartado de Vanguardia. Además, por supuesto, ella imparte talleres sobre materias
diversas: desde cómo identificar fibras textiles –en sus estanterías guarda,
por ejemplo, una bolsa de miraguano traído por ella misma de América– hasta el
trabajo con el telar, pasando por clásicos como el ganchillo.
¿Acaso la gente vuelve a
confeccionarse jerséis, igual que hacía ella en sus tiempos de universitaria? «Sí,
el punto y el ganchillo han vuelto a ponerse de moda. Es el concepto del ‘do it
yourself’, aunque odio la expresión. Eso sí, yo di clases hace veinte años y
ahora vuelvo a darlas, y he notado un cambio: antes querían aprender una
técnica, ahora quieren hacer un objeto. Ya no es ‘aprende ganchillo’, sino
‘hazte tu propio gorro’. Hay más prisa y no se profundiza».
Carlos Benito
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